Por Rafael Arráiz Lucca
He recibido decenas de correos electrónicos en respuesta al tema de la felicidad, así como me han abordado varias personas en la calle a hablarme del asunto. Aclaro, esta es materia para la que los filósofos y los psiquiatras están mejor preparados que yo para responder, pero intento aportar algo, sin dejar de remitir al lector a lo dicho por ellos. Concluyo la serie con algunas reflexiones personales solicitadas y dos recomendaciones de lectura.
Pensé en hacer una lista de títulos recomendados, pero advertí de inmediato que se me iría todo el artículo en ello, pues la bibliografía existente es abundante y mi interés acerca del tópico ha sido insistente desde la niñez. Opto por referirles dos autores que me asisten desde dos momentos centrales de mi vida. El primero es Bertrand Russell, el filósofo británico que me acompaña desde mi adolescencia y que escribió La conquista de la felicidad.
El segundo, es una fuerza espiritual del mundo contemporáneo, la más cercana a mí desde hace años: el Dalai Lama. Remito, en especial, a su libro El arte de vivir en el nuevo milenio.
El viejo Russell se esmeró en desentrañar primero las causas de la desgracia, para luego adentrarse en su antónimo y, con su particular agudeza, advirtió que el egocentrismo es la causa central de la pesadumbre.
En esto, seguía los descubrimientos del psicoanálisis.
A partir de allí hizo un retrato del hombre feliz que, les confieso, ha sido norte de mi vida.
Dice el maestro: «El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que tiene afectos libres y se interesa en cosas de importancia, el que asegura su felicidad gracias a esos afectos e intereses, y por el hecho de que le han de convertir a su vez en objeto de interés y de cariño para muchas otras personas…
El hombre feliz es el que no siente el fracaso de unidad alguna, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda… En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera».
Por su parte, Tenzin Gyatso, en las antípodas de cualquier autoritarismo monoteísta, afirma: «Para mí, el budismo sigue siendo el camino más preciado, por ser el que mejor se corresponde con mi personalidad, aunque esto no quiere decir que sea la mejor religión para todo el mundo, tal como tampoco creo que sea necesario que todas las personas sean creyentes y practicantes de una u otra religión». Este es uno de los aspectos más sublimes del budismo tibetano: no hace proselitismo, no busca acólitos. Respeta sinceramente las creencias del otro. No desprecia.
Más adelante, el Dalai Lama hace su lista de virtudes. Dice: «La espiritualidad, en cambio, me parece algo relacionado con las cualidades del espíritu humano, como son el amor y la compasión, la paciencia, la tolerancia, el perdón, la contención, el sentido de la responsabilidad, el sentido de la armonía, etcétera, que aportan la felicidad tanto a uno mismo como a los demás».
De todas ellas, la virtud central para la felicidad y el edificio de la personalidad, es la compasión. Pero, no la del superior que se conduele con el sufriente, sino la del que sintiéndose igual comparte con el otro su avatar. Ir hacia el otro, dialogar y comprender, son acciones positivas que siembran el camino de flores. Es decir, hacer el bien, contribuir en armonía con la obra colectiva de la especie, es fundamental; así como un trabajo interior articulado desde la psicología y la espiritualidad. Estamos obligados a buscar la felicidad, Borges dixit.